Premios del IX Certamen de Cuentos y Relatos Cortos «Junto al Fogaril»
Fecha de Publicación: 30/10/2016
Carlos Fernández Salinas consigue el primer premio del Certamen de Cuentos y Relatos Junto al Fogaril.
Aínsa 30 de octubre de 2016. Este pasado sábado se fallaron los premios del IX Certamen de Cuentos y Relatos Breves “Junto al Fogaril”, y cuyo máximo galardón en esta ocasión se le otorgó al asturiano Carlos Fernández Salinas con su historia que lleva el título “Crónicas de la inocencia”.
Carlos Fernández Salinas consigue el primer premio del Certamen de Cuentos y Relatos Junto al Fogaril.
Aínsa 30 de octubre de 2016. Este pasado sábado se fallaron los premios del IX Certamen de Cuentos y Relatos Breves “Junto al Fogaril”, y cuyo máximo galardón en esta ocasión se le otorgó al asturiano Carlos Fernández Salinas con su historia que lleva el título “Crónicas de la inocencia”.
Carlos Fernández Salinas ha ganado el IX Certamen de Cuentos y Relatos breves Junto al Fogaril, consiguiendo los 800 euros que otorga el premio. Su obra se podrá leer a través de la web municipal y lleva el título “Crónicas de la inocencia”. Junto a él también obtuvo premio, en este caso el segundo, el riojano Ernesto Tubía Landeras, con su relato “Los claveles de Zihutanejo”. El accésit José Antonio Labordeta, de temática de Sobrarbe, viajó a Molins de Rei ya que lo consiguió José María Panadés López con el título “Al final de hizo la luz”.
Da la casualidad que en la edición anterior fueron tres féminas las que consiguieron los premios y en esta edición del 2016 han sido tres varones.
En esta edición se han presentado 125 relatos breves y se ha cambiado la fecha, pasando de junio a octubre. Han participado veinte lectores realizando un expurgo previo. Las obras finales que se seleccionaron fueron leídas y valoradas por un jurado formado por escritores principalmente y por otras personas relacionadas con el campo de la cultura en nuestra comarca, Oscar Sipán, Mariano Coronas, Severino Pallaruelo, Ánchel Conte, Irene Abad, Antonio Vila, Victor Castillón y José Ramón Biescas.
Además de los citados también han colaborado en este certamen en otras ediciones destacados escritores y estudiosos como José Antonio Labordeta, Luisge Martín, Marta Sanz, Ángela Labordeta, Eloy Fernández Clemente o Gonzalo Borrás.
El acto de entrega de premios se realizó en el Jardín del Museo de Artes y Oficios Tradicionales y estuvieron varios concejales del consistorio y también el alcalde y contó con más de cien personas, destacando la presencia entre el público de los miembros del recientemente creado Consejo de la Infancia y Juventud del Ayuntamiento de Aínsa-Sobrarbe, y con un acto previo de humor que se desarrolló durante más de una hora con Alfonso Palomares, integrante del programa de Oregón Televisión, Aragón televisión, que contó la historia “indocumentada” de Aragón y que hizo pasar un magnífico rato a los asistentes.
El concurso que reparte más 1.300 euros en premios ya está pensando en su décima edición en que tiene la intención de editar un libro con todas las obras ganadoras en sus nueve ediciones ya finalizas.
El ayuntamiento de Ainsa-Sobrarbe ha realizado la actividad desde su biblioteca municipal y ha contando con el apoyo puntual en esta ocasión de miembros de la Asociación Cultural Junto al Fogaril y con la importante cofinanciación de Morillo de Tou pueblo recuperado y CCOO que desde la primera edición han estado dando soporte a este evento cultural.
OBRAS PREMIADAS:
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1º PREMIO
CRÓNICAS DE LA INOCENCIA
Carlos Fernández Salinas
Deben disculparme por esta memoria tonta que me ha tocado en suerte (ojalá fuera la memoria mi único peaje) pero corríjanme si acaso no fue Tolstói quien afirmaba que todas las familias felices se parecen unas a otras, y que cada familia desdichada lo es a su manera. Con independencia de su autoría (juraría que lo leí en ANNA KARENINA), estarán de acuerdo conmigo en que la frase tiene su enjundia. A mí personalmente me viene a la mente cada vez que escucho en boca de alguien la manida frase de que «todos los días resultan iguales». En esos instantes tengo la certeza de que estoy delante de un ser humano a quien la vida le trata con benevolencia, y no lo digo con ningún tipo de animadversión hacia aquéllos que disfrutan de la vista desde lo alto de la colina, palabra, que he pasado por experiencias tan desgarradoras que lo último que deseo es el mal por el mal. Así somos la gente humilde y predecible. Pensamos que la felicidad no es una tarta a la que tengamos que estar atentos a la hora del reparto, sino que ésta, al igual que la ternura o la bondad, se puede propagar sin ambages por los confines del mundo, basta con la buena voluntad de las personas, y en este punto estoy segura de que fue Inmanuel Kant el que se expresó en términos sino idénticos, parecidos. Pero no se alteren que no tengo en mente redactar un breve exordio sobre cuestiones metafísicas, no vayan a pensar que soy una petulante. Si les comento todo esto es porque estoy convencida de que aquellos días que nuestra memoria alcanza a discernir, no lo son por lo apacibles que resultaron, antes al contrario, los recordamos porque sus circunstancias nos marcaron el alma con un hierro incandescente. Confío en que ya habrán quedado claras mis intenciones, así que sin más preámbulo procedo con mi historia.
Nací a principios de los cuarenta. Si les preguntan a quienes la vivieron, seguro que les contestan que la posguerra fue mucho más dura que la guerra en sí. Al fin y al cabo la contienda como tal sólo duró tres años, pero sus consecuencias se extendieron durante décadas, y si me apuran hasta me atrevería a decir que aún perduran en nuestros días, para prueba yo, que a pesar de que las cosas ahora son tan distintas, todavía disfruto viendo comer a mis nietos desdoblando los carrillos, y cuando terminan el plato corro a llenarlo de nuevo, y eso que mi nuera, que está delgada como un poste de telégrafos, me recuerda a diario que los niños deben comer lo justo desde pequeños, que la vida es una carrera a largo plazo, y para dar más énfasis a su planteamiento deja rodar sus ojos inquisitivos sobre el despunte de mi barriga. Cómo explicarle a mi puntillosa nuera (digo puntillosa porque a la hora de censurarme no da puntada sin hilo) que a la gente que tenemos una edad el subconsciente no deja de enviarnos mensajes, y tal vez el más recurrente sea: «Suerte que comas hoy, mañana quién sabe».
En fin, decía que la postguerra fue más dura que la misma guerra, en particular para los vencidos, un término, por cierto, bastante relativo, mi familia por ejemplo, y mi padre en concreto, a quien no le faltaban apellidos singulares en su amplia genealogía, lo que por nacimiento le convertía en uno de los prohombres de Barbastro, y como tal, acostumbrado a dar y recibir prebendas, más lo segundo que lo primero. Podríamos definir su debacle como un error de cálculo inevitable pero suficiente para de la noche a la mañana relegarle de sus bicocas: unos contratos de suministros con el ejército republicano, contratos que, todo hay que decirlo, ya mantenía antes del alzamiento, y parece que de buenas a primeras todos olvidaron que en aquel momento éste era el ejército legítimo, de ahí que mi padre se viera obligado a seguir cumpliendo con su parte, en primer lugar porque así son los negocios, y en segundo porque pasó mucho tiempo hasta que estuvo del todo claro qué bando iba a salir victorioso. De hecho, las tropas de Franco no se dieron un paseo militar, valga la redundancia, sino de qué iba a durar la guerra los tres años anteriormente señalados. A lo que íbamos, el desenlace trajo consecuencias sobradamente conocidas en las cuales no quiero extenderme salvo en lo que concierne a la firma familiar, desplazada de un plumazo de toda actividad comercial. El único hermano de mi padre, mi tío Francisco, lo vio venir y acertó a embarcarse en Valencia rumbo a las Américas días antes de que la ciudad cayera en manos de los nacionales. Así que papá se quedó solo y como cabía esperar sus amigos y socios de antaño desaparecieron a la misma velocidad que la lluvia se filtra sobre la tierra seca. Literalmente no tenía a nadie que le echara una mano, o que se atreviera a hacerlo, tanto monta monta tanto.
Pero mi padre no era una persona que se hincara de rodillas a las primeras de cambio, ahora bien, tampoco se equivoquen, lo suyo no fue una pelea a cara descubierta, sino una espera flemática al más puro estilo anglosajón. El hombre confiaba ciegamente en que aquello no iba a ser eterno, si bien sus anhelos poco tenían que ver con el ideario republicano. Acostumbrado desde pequeño a que el mundo guardase determinado equilibrio era incapaz de asimilar un nuevo orden de las cosas. Un señor es un señor, aquí, en Manila y en la península de Tamán, resumía su peculiar filosofía. El final de la segunda guerra mundial supuso un serio revés ya que muchos albergaban la esperanza de que las potencias aliadas pusieran en vereda al último reducto del eje Madrid-Tokio-Roma-Berlín. Incluso los falangistas estaban convencidos de que lo suyo había sido un bonito desfile que inexorablemente tocaba a su fin. Pues no. Al final nadie vino en nuestro socorro, quizás por hastío a tanta guerra y tanta hambre, vaya usted a saber. El caso es que nos abandonaron a nuestra suerte, y justo en ese marasmo nací yo, la primogénita, que en aquella época los hijos no se planificaban toda vez que la palabra hipoteca no formaba parte del léxico popular.
Durante todo este tiempo mi padre siguió actuando tal cual lo habría hecho un día antes del Alzamiento, es decir, salía a la calle impecablemente vestido, saludaba a todos con gallarda compostura, jugaba su partida de chinchón y no faltaba a ningún evento oficial al que no tuviera que presentar una invitación. Su actitud escondía un mensaje subliminal: «Vecinos, por mi calidad y condición yo debería estar entre los elegidos, pero, ya ven, las casualidades de la vida son caprichosas e injustas».
Como no teníamos tierras arrendadas, vivíamos del capital que mi padre había ido reservando durante las épocas boyantes. De vez en cuando realizaba algún viaje a Huesca o Zaragoza, por asuntos de negocios, decía en Barbastro, aunque años después mi madre me confesó que en realidad lo hacía para vender alguna que otra alhaja familiar, lo que explica que la mayoría de las veces regresara soltando sapos y culebras, de seguro porque se las habrían tasado a precio de saldo. A principios de los cincuenta la situación comenzó a ser desesperada. Había pasado más de una década desde el final de la contienda, y para mi padre las cosas iban de mal en peor, mejor dicho, no iban, así que el hombre empezó a sopesar otras alternativas. Desde Venezuela le llegaban cartas donde su hermano le aconsejaba que se reuniera con él, que allí no faltaban oportunidades. No obstante, mi padre era reacio a abandonar Barbastro, lo que para él equivalía a darle un gustazo a quienes se burlaban a sus espaldas. Todo se precipitó con la llegada de un nuevo conmilitón a la unidad familiar, mi hermanito Miguel, lo que debió estimular a papá a no retrasar una decisión que a cada amanecer se le antojaba inevitable. Mamá no pudo estar más de acuerdo. Junto a él había disfrutado de una vida holgada de la que sólo quedaban resquicios, y nada indicaba que de las cenizas volviera a surgir el fuego. Cuanto antes lo aceptáramos más posibilidades tendríamos de salir airosos. Así las cosas papá se ausentó durante unos días, y a la vuelta regresó con unos pasajes que en sus manos simulaban el vuelo de un ave marina. Yo tenía nueve años, mi hermano Miguel apenas unos meses y para cuando mis padres me comunicaron el viaje faltaban dos semanas para Navidad.
Los últimos días en Barbastro fueron lluviosos y fríos. Mi padre los aprovechó para despedirse afablemente de los vecinos, dando a entender que aquella ausencia era debida a un favor inexcusable que le pedía su hermano, quien urgentemente necesitaba que le echara una mano en las industrias que estaba montando allende en ultramar (en aquel momento mi tío acababa de abrir su primera panadería después de trabajar doce años como ayudante y dormir en un catre a pocos metros del obrador).
En la plaza del ayuntamiento tomamos el autobús que habría de llevarnos a través de una carretera retorcida y escarpada que amenazaba con lanzarnos contra el abismo del mundo. No sé cuántas horas duró la locura, sólo recuerdo que Barcelona esperó hasta la caída del sol para enviarnos una señal. No fue algo súbito sino una sucesión de construcciones que crecían a lo largo y a lo ancho según nos íbamos adentrando en el corazón de la ciudad. Para entonces la ventanilla del autobús se me antojaba la más rutilante de las postales. Tras ahogarse en las mansardas, el sol dio paso al fulgor de unos adornos navideños que colgaban de fustes y farolas. Los niños vestidos con abrigos de paño y zapatos de charol, pegaban sus naricitas en los escaparates de las jugueterías, y a sus espaldas los viandantes cargados de paquetes procuraban no perder el equilibrio. La verdad es que le hubiera regalado un pecado al diablo con tal de fundirme en aquella imagen prodigiosa.
La estación de autobuses recordaba un hormiguero al que a escasos metros hubieran arrojado una barra de pan. En la explanada nos vimos rodeados de decenas de familias con sus maletas y atadillos, lo que me hizo ver que compartíamos un mismo objetivo. La incertidumbre cercaba unos rostros que miraban por el rabillo qué es lo que hacía el vecino, y cuando al final uno se puso en movimiento el resto le siguió sin dilación. Las masas necesitan de un líder como el respirar, y cuanto peor es el momento menos escrupulosas se muestran a la hora de elegir al caudillo. El improvisado cabecilla nos condujo hasta el autobús urbano que recalaba en el puerto, si bien nosotros optamos por un taxi. Ya tengo dicho que mi padre se consideraba un caballero, y éstos siempre se sienten obligados a mostrarse diferentes.
Llegamos a la estación marítima bajo el rosicler del crepúsculo. El taxi nos dejó al pie de un muelle abarrotado por una multitud bulliciosa, pero donde no se veía buque alguno. Según el taxista nos entregaba las maletas adiviné un visaje de terror en los ojos de mi padre. No tardé en comprender el porqué, justo lo que les llevó a los rumores el llegar a mis oídos. Por lo visto nuestro barco, que según el programa debería llevar horas atracado, se había topado con un temporal a la altura de las Azores, y este percance marinero iba a retrasar su llegada durante un tiempo indefinido. Ése era el mensaje que recorría la mente de mi padre mientras le entregaba al taxista lo que habrían de ser nuestras últimas pesetas. Papá había estirado nuestro capital hasta la misma escala del buque, donde los pasajes incluían tres comidas al día, toda vez que en Venezuela su hermano se haría cargo de nosotros. Un maldito temporal, una mar revuelta y obstinada se interponían entre él y su dignidad. Tantos años luchando por mantenerla a flote y ahora iba a verla morir al borde de la orilla.
Entretanto seguían llegando futuros pasajeros y según se enteraban de la nueva el desánimo caía sobre ellos como una negra cortina. Algunos apuntaron que el paquebote estaba atracado en otro muelle, un bulo que no tardó en ser desmentido. Cuando la contundencia de los hechos sofocó las conjeturas, la gente comenzó a disolverse en busca de una pensión donde pasar la noche. Mientras, mi padre permanecía sentado en una maleta con la mirada perdida en el pavimento. Nunca lo había visto así, era como si sus articulaciones se hubieran soldado a los tendones. Mi madre daba vueltas alrededor de él, arrullando a Miguel, que empezaba a mostrarse inquieto. En su ir y venir mamá se acercó al grupo de tres o cuatro familias que quedaban en el muelle, y debió escuchar algo, pues regresó rauda hasta nosotros y nos imploró que reuniéramos el equipaje. Al poco los otros comenzaron a moverse y nosotros tras ellos. Así comenzó nuestra particular diáspora a lo largo de los recovecos del puerto. Tras unos tortuosos minutos arrastrando maletas, la expedición se detuvo bajo una tapia que lindaba con un vértice oscuro de la ciudad. Allí unos vagones de mercancías, herrumbrosos y destartalados, nos ofrecían su precaria hospitalidad; uno por familia, las cuales nos recogimos en nuestros improvisados refugios sin darnos las buenas noches. Recuerdo cómo ante la inacción de papá, mi madre asumió el mando, y de una maleta sacó unos abrigos y unos chales que habrían de preservarnos de la humedad que se colaba entre los maderos carcomidos del vagón.
Cuando me desperté, la mañana se elevaba por encima de los claroscuros. Mamá me acercó una tacita de hojalata donde me había preparado un poco de la leche en polvo que reservaba para Miguel. En el improvisado campamento había movimiento. Alguien había encendido una fogata donde calentaban café. Los otros niños subían y bajaban a lo alto de los vagones. Desde lo lejos unos carabineros dejaban ver el gris marengo de sus casacas, aunque no nos importunaron. La noticia del retraso de nuestro buque era ya por todos conocida, por lo que debieron hacerse cargo máxime cuando apenas faltaban unos días para Nochebuena.
Mi padre se pasó la mañana sentado en unas cajas vacías absorto en un pensamiento opaco. En ningún momento se acercó para hablar con los otros hombres, y mucho menos conmigo. Supuse que se sentiría incómodo ante la idea de que yo le pidiera explicaciones, habida cuenta de que se había pasado los días previos a la partida cacareando lo maravilloso que me iban a resultar las Navidades a bordo de un navío. Aquella era la primera vez que papá se quedaba al descubierto; él, que siempre se las apañaba para salir indemne de toda situación, ahora, sin afeitar y con el traje arrugado, presentaba un aspecto deplorable.
Serían las cuatro de la tarde cuando de un arrebato papá se levantó para perderse por el muelle. Mamá gritó su nombre, pero él se limitó a dar una patada a una lata vacía, justo la lata de alubias que llevábamos para nuestro tío y que nos habíamos comido a mediodía. Las horas siguientes las pasé subiendo con los otros niños a lo alto de los malecones. Cada vez que adivinaba una sombra en el horizonte yo rezaba para que fuera nuestro barco, así mi padre recuperaría su sonrisa y a mamá se le atenuarían las bolsas de los ojos. Pero ninguno de aquellos navíos acertó a ser un buque de pasaje, y cuando se puso el sol, igual que un balón pinchado, los niños regresamos a los vagones sin ninguna nueva que contar.
Me encontré con mamá al borde de un ataque. Papá no había regresado, y además de la helada que cubría la explanada, no teníamos literalmente qué comer. A esas horas en cualquier hogar se estarían sentando para cenar. Me acerqué hasta ella, quien sostenía a Miguel entre sus brazos, y tras acurrucarme en su regazo, empezamos a temblar. De frío, de miedo, de hambre. Miguelito parecía divertido con nuestros espasmos y de su boquita salían unos gorgoritos que recordaban una risa espontánea. Una rabia infinita se apoderó de mí. Para mis adentros maldije cien veces esa estúpida idea de mi padre de irnos a las Américas, amputarnos de nuestra tierra, de nuestros amigos, y todo por una arrogancia y altivez que le impedían pedir ayuda. Ya ves adónde nos ha llevado tu soberbia, no te vendría mal un tinte de humildad, mascullé mordiendo la bocamanga del abrigo con el que me resguardaba de la humedad de los muelles.
Salí de mi ensimismamiento al escuchar unos pasos cerca del vagón. Mamá se incorporó sin soltar el bebé y al sentir cómo se disipaba el calor de su cuerpo, el corazón comenzó a darme golpes en el pecho. Podrían ser los carabineros a quienes sus superiores habrían ordenado nuestro desalojo inmediato, o, peor aún, un vagabundo acostumbrado a hacerse un hueco con la fuerza de sus brazos. El portón corredizo chirrió sobre las guías oxidadas, y tras él los haces de luz recortaron la figura de un hombre de gestos premeditados. Primero elevó un brazo que sostenía una botella de vino; en el otro adivinamos un pequeño atadillo. Fue cuando escuchamos: ¡Preparad la mesa para el mejor de los banquetes! Era la inconfundible voz de papá, y nos faltó tiempo para precipitarnos sobre él, de tal suerte que la botella y el atadillo terminaron por los suelos.
Dentro del vagón improvisamos una mesa con un par de tablones. Del atadillo papá sacó unas latas de pulpo, cuyo contenido nos comimos con las manos. Aquellos tropezones tenían el sabor de la ambrosía, y aunque como es lógico no probé el vino, en compensación mi padre sacó de un bolsillo unas peladillas con las que por poco me rompo un diente. Entre bocado y bocado nos explicó que por la tarde había recordado que años atrás un antiguo empleado de su padre se había mudado a Barcelona para abrir una tienda de ultramarinos. De siempre aquel empleado le había profesado especial cariño, por lo que de seguro habría de ayudarnos. Papá se ausentó sin mediar palabra no fuera a ser que mamá y yo nos hiciéramos vanas ilusiones. Tenía entendido que la tienda estaba ubicada en una calle lindante con el Paseo de Gracia, por lo que se pasó la tarde preguntando en unas y otras hasta dar con ella. Por desgracia el empleado había fallecido, si bien un hijo suyo había heredado el negocio y soñaba con ampliarlo importando productos franceses que tanto gustaban a la burguesía catalana. El problema era su pobre conocimiento del francés, indispensable para la correspondencia y los pertinentes pedidos. De hecho cuando mi padre apareció por la tienda, el tendero estaba ofuscado en un documento que no conseguía descifrar. Papá, que había estudiado en el Liceo, se ofreció voluntario y el tendero quedó tan agradecido que le obsequió con la botella y las latas, al tiempo que le rogaba que hasta que llegara nuestro barco se acercara todos los días para echarle una mano con la lengua de los gabachos. Sin hacer mención a nuestra penosa situación, con dignidad fingida mi padre aceptó en deferencia a los antiguos lazos laborales que unían ambas familias. Por si le sirve a alguien que esté atravesando por un momento difícil, diré que la esperanza se comporta igual que un rayo en la oscuridad de la noche, de tal forma que a la hora de acostarme me arrebujé en mi abrigo en la certeza de que la suerte se había subido a nuestro vagón y ya no habría de abandonarnos hasta que terminara el viaje.
Durante los días siguientes mi padre acudía temprano a ayudar al tendero con sus traducciones y regresaba de noche con alguna vitualla que devorábamos igual que alimañas. Por los muelles se rumoreaba que a causa del temporal, nuestro barco había entrado de arribada en Cádiz, puerto del que ya había zarpado rumbo a Barcelona, sin que hasta el momento se dignara a asomar la proa. Parecía que la situación iba a eternizarse, hasta una mañana que amaneció obtusa. Nochebuena, recordé mientras descendía apocada del vagón. Me uní a los otros niños, también desganados, y desprovistos de todo entusiasmo nos dirigimos a los malecones altos para otear el horizonte. Por el sur no tardamos en descubrir la aparatosa silueta de un trasatlántico. Exultantes, echamos a correr para avisar a nuestros mayores. A punto de llegar a los vagones divisé a mi padre caminando por la explanada en dirección a la ciudad. Dando por hecho que mamá se enteraría por boca de mis compañeros, me desvié para comunicarle tan esperada noticia. Sin embargo, por mucho que corría era incapaz de alcanzarle. Dejamos atrás el monumento a Colón, y tras recorrer un laberinto de calles llegamos a Sant Miquel del Port, una iglesia cuyo portón miraba al mar. Los feligreses acudían al reclamo del repique de campanas. Observé cómo mi padre se escurría entre la gente pero en lugar de atravesar el portón, se alineó con una columna al tiempo que extendía la palma de una mano. Atónita, me detuve a escasos metros. Los parroquianos le dejaban alguna moneda que él agradecía con un tenue movimiento de labios. Me fui acercando sin control sobre mis pies. Entretanto, mi padre mantenía la cabeza agachada en señal de postración. Justo cuando me situaba delante de él, se escuchó el estrépito de la sirena de un navío. Papá alzó la frente. Al verme, solo atinó a decir:
—Por favor, no se lo digas a mamá.
Sin saber qué responder, le tendí la mano y nos dispusimos a bajar a los muelles. Mientras descendíamos, recordé la noche en la que cercada por el hambre había deducido que mi padre era el ser más orgulloso del mundo y, presa del remordimiento, no pude contener las lágrimas. Porque aquella historia del antiguo empleado, lo de la tienda de ultramarinos, los pedidos y documentos por traducir, no era más que una mentira piadosa con la que él intentaba mantenernos al margen. Al darse cuenta de que estaba llorando, mi padre sacó una de las monedas del bolsillo para comprarme un fabuloso pirulí que hubo de durarme hasta que subimos por la escala del barco.
Y así concluye el episodio familiar que deseaba compartir con ustedes. Y dado que empecé mi historia con una cita no puedo menos que despedirme con otra, dedicada a aquellos que presumen de que en el pasado de sus ilustres familias solo hay lugar para el laurel y la gloria. Simplemente recordarles lo que al respecto opinaba Rabindranath Tagore: Qué fácil es hablar cuando no se está dispuesto a decir toda la verdad.
—Fin—
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2º PREMIO
José María Panadés López
Andrés quiso volver al lugar de los hechos. Sería la inspiración para su nueva novela. Habían transcurrido treinta años pero aun recordaba nítidamente lo que allí sucedió cuando él tan solo era un niño.
Aquellas vacaciones en Bielsa hubieran podido ser las mejores de su vida de no haber sucedido aquello. Recuerda, como si fuera ayer, el interrogatorio al que fue sometido en el cuartel de la guardia civil. Él solo dijo que había visto una mujer muerta en un claro del bosque. Lo que no contó fue que, al acercarse a ella, ésta le miró y extendió un brazo, seguramente en petición de ayuda. Aterrado, echó a correr para contárselo a sus padres. Siempre recordaría aquella mirada y esas manos crispadas.
Cuando la Guardia Civil se presentó en el lugar del hallazgo, encontraron el cuerpo sin vida de una anciana a la que los lugareños apodaban “María la bruja” pues eran muchos los que creían que tenía poderes de los que más valía protegerse. Aún así, la mujer recibía frecuentes visitas de los habitantes del pueblo y sus alrededores.
La autopsia reveló un traumatismo cráneo-encefálico que debió de producirle la muerte casi instantánea. El informe oficial concluyó que María debió de resbalar, golpeándose contra una piedra de grandes dimensiones que apareció junto a su cuerpo manchada de sangre. Caso cerrado.
El verano siguiente, Andrés quiso visitar la tumba de María, que finalmente halló fuera de terreno sagrado. Una tosca lápida de piedra enmohecida y cubierta por yerbajos, indicaba el lugar donde descansaban sus restos mortales y en la que, por toda inscripción, se podía leer: María Moreno Salazar (1904-1984)
Andrés nunca olvidó aquel suceso y ahora, ávido por hallar un argumento para su novela, pensó que la historia de “María la bruja” podría servir para ese relato de intriga que siempre había querido escribir. Retroceder en el tiempo sería el acicate para su inspiración, últimamente un tanto mermada. Así pues, Andrés decidió volver al Sobrarbe e instalarse en Bielsa para que le hablara del pasado.
De camino hacia su destino hizo un alto en Abizanda, junto al embalse del Grado, con su inconfundible torre del castillo que, construida sobre un peñasco, hace de vigía pétreo del valle del Cinca. Como todavía era temprano, visitó su Museo de Creencias y Religiosidad Popular, donde pudo contemplar una amalgama de símbolos y objetos mágico-religiosos que, hasta no hace mucho, los lugareños utilizaban para protegerse de los males originados por la naturaleza o por poderes ocultos.
Picado por la curiosidad, adquirió un libro en el que se describían hechos sobre brujas, hechizos y creencias antiguas de Aragón[1] y que prometía serle de gran utilidad para lo que pretendía narrar. Al término de su visita, habiéndosele hecho demasiado tarde para llegar de día a Bielsa, decidió hacer noche en L’Ainsa.
Esa noche, a orillas del rio Ara, Andrés no podía imaginar que ese libro que tenía en sus manos le revelaría que María Moreno Salazar fue realmente una bruxa. Ya tenía material para su novela. Ahora solo le faltaba indagar en el pasado de aquel pueblo y de aquella mujer para ilustrar lo que realmente sucedió en 1984.
A la mañana siguiente llegó a Bielsa, donde permanecería el tiempo necesario para reunir material suficiente. Solo esperaba que, entre sus habitantes, hubiera quien estuviera dispuesto a colaborar. De momento tenía que acabar de leer aquel libro que le retrotraía hasta tiempos que no sabía si considerarlos realmente remotos.
A medida que avanzaba en su lectura, Andrés iba recordando haber visto algunos objetos que en aquella obra se describían y que, en su ignorancia, no había interpretado como lo que eran: amuletos contra el mal. Ahora, paseando por el pueblo y alrededores, comprobaba que seguían en su lugar: espantabruxas en lo alto de las chamineras, pezuñas de craba y garras de aliga, ramas de olivera o flores secas de cardo en el llamador de las puertas o una cruz grabada en la madera, todo ello para proteger la vivienda y sus ocupantes del mal. Vio, en un campo de labranza, lo que se conocía como Piedras de Rayo[2], el mejor de los amuletos para proteger a las cosechas y a los pastores contra la tormenta conjurada por el poder de la bruxa pirenaica.
Si Andrés hubiera seguido buscando, habría encontrado hachas, o astrales, o tijeras en forma de cruz apuntando hacia el cielo. Y haciendo memoria, ahora que era conocedor de estas creencias, entendía el significado de aquellas cruces marcadas sobre las brasas apagadas que había visto de niño en la chimenea de algunas casas.
Andrés no necesitaba más evidencias para convencerse de que se hallaba en el lugar idóneo para desarrollar la historia que esperaba contar. Aquella mujer no era una anciana moribunda que le pedía auxilio; ahora comprendía lo que era y el significado de aquel gesto que tanto le asustó. Según acababa de leer, las brujas transmitían sus poderes a niños y niñas tocándoles justo antes de expirar. Mira por dónde, su cobardía le había salvado de contagiarse de lo que fuera que aquella bruja le quería transmitir. Ahora entendía también por qué halló su tumba fuera del camposanto: María era una verdadera bruja y, como tal, no podía ser enterrada en lugar sagrado.
El libro relataba que existieron mujeres, conocidas como bruxas, que eran, en realidad, sanadoras y conocedoras de las propiedades medicinales de plantas, a las que la gente acudía para obtener un remedio a una enfermedad. Pero también afirmaba que en el antiguo Aragón existieron brujas“auténticas” perseguidas y condenadas como tales por la Inquisición. ¿En cuál de esos dos grupos encajaba María? Todavía faltaban algunas respuestas: Si María fue en verdad una bruja y la asesinaron por ello, ¿quién lo hizo?, y si no lo era, ¿qué mal había podido hacerle al asesino una simple curandera? ¿Conocía alguien la identidad del asesino?, y de ser así, ¿por qué no lo habían denunciado? ¿Era correcto el informe oficial sobre la causa de la muerte o fue falseado? Por alguna parte tendría Andrés que empezar para resolver estas incógnitas.
Andrés decidió hablar con las gentes del lugar pero nadie sabía, o decía no saber, lo que aconteció en realidad. Lo que estaba claro era que muchos creían en los poderes ocultos, ya en forma de bruxa, bruxón o, peor aún, de Diaple. Pero Andrés solo pretendía descubrir los hechos y al culpable de aquella muerte. No sería tarea fácil. Si alguien conocía lo ocurrido, lo más probable era que se llevara el secreto a la tumba. Solo dos personas podían ayudarle. ¿Qué había sido del cabo de la Guardia Civil que le interrogó? Quizá podría arrojar un poco de luz a ese turbio asunto. Y luego el párroco, el padre Ángel creía recordar que se llamaba. Pero el cura ya debería ser muy anciano. La cuestión era saber si ambos seguían vivos y, de ser así, dónde podía encontrarlos.
Andrés pensó que iba por buen camino. Tenía ya un esbozo de su novela pero podía quedar en papel mojado si no conocía los hechos tal como ocurrieron. De lo contrario tendría que recurrir a la invención pero él quería dar credibilidad a su historia.
En el ayuntamiento le informaron que Morales, el cabo y comandante del puesto de la Guardia Civil en 1984, se fue a vivir a Biescas, donde compró una casita, y que a Don Ángel, la Diócesis de Huesca le había trasladado a la residencia sacerdotal de Jaca. Desde que ambos abandonaron el pueblo, no habían sabido nada más de ellos. No podían confirmarle que siguieran vivos. Tendría que comprobarlo por sí mismo. No era esa una tarea complicada teniendo en cuenta que ambas poblaciones están a unos 30 Km de distancia entre sí y a una hora y media en coche desde Bielsa. Así pues, Andrés se trasladaría, de inmediato, a Jaca. Aquella noche estaría muy cerca de sus necesarios colaboradores, si es que estaban vivos y, lo más importante, dispuestos a contarla.
A la mañana siguiente de su llegada a Jaca, Andrés decidió ir primero al encuentro de Morales, en Biescas. Allí donde esperaba ver una casita modesta, había un elegante chalé. Aquello no pudo salir del salario de un cabo de la Benemérita. Tras llamar al timbre, el hombre que le abrió y le inspeccionó interrogativamente, le retrotrajoa aquel verano del 84 y al lúgubre despacho del cabo Morales.
Andrés le expuso el objeto de su visita. La cara de Morales fue transmutando a medida que aquél avanzaba en sus explicaciones hasta una expresión de ira.
―¿Acaso insinúa que falseé el informe oficial? –le contestó a voz en cuello cuando Andrés le preguntó si creía realmente que lo que decía sobre la causa de la muerte de María se ajustaba a la realidad.
«Esa mujer falleció accidentalmente, a causa de un fuerte golpe en la nuca, y no hubo otra explicación plausible –añadió, iracundo.
«Pero ¿usted está loco o qué? –le replicó ante la sospecha de Andrés de que hubiera podido ser asesinada por ser una bruja-. Eso no son más que supercherías. Ha leído muchas novelas. ¡Escritor tenía que ser! –le espetó antes de invitarle a marchar.
Cuando la puerta se cerró ante sus narices, Andrés vio algo en lo que antes no había reparado: en lo alto de la puerta había grabada una cruz y un número: 2005. Y en el marco opuesto un recuadro con una imagen en color del Sagrado Corazón.
Al llegar al hotel, Andrés buscó entre la bibliografía que había ido acumulando sobre brujería. Un artículo sobre creencias y supersticiones en los pueblos del Sobrarbe, decía: “En ellos aparecen diversos tipos de signos protectores en las puertas de sus casas: vegetales, animales y cristianos” Y en el apartado dedicado a estos últimos se detallaba: “Cruces grabadas en la madera de las puertas, con un recuadro, debajo de la cruz, en el que figura el año de instalación de la puerta en la entrada de la casa (…), detentes de hojalata, rectangulares, que tienen una representación polícroma del Sagrado Corazón de Jesús, clavados en la puerta…”[3]
Si Morales tenía en su casa dos de los amuletos contra la brujería, es que creía en brujas y podía haber creído que María lo era y por ello habría encubierto su asesinato. Y de ser así, quizá conociera la identidad del asesino. Tendría que volver a hablar con él. De momento, iría a visitar al pare Ángel, si es que todavía estaba entre los vivos.
―El padre Ángel tiene Alzheimer -le dijo el celador-. Tiene momentos lúcidos pero otros…. Pero pase, pase, que le acompaño al jardín, donde debe estar ahora mismo. No sé cómo le encontrará hoy pero puede intentar hablar con él.
Una vez en el jardín, el hombre le señaló a un anciano que, sentado en un banco y vestido con sotana, parecía dormitar.
―¿Padre Ángel? –le dijo Andrés, inclinándose para quedar a la altura de unos ojos acuosos que parecían no mirar a ninguna parte.
Andrés se esforzó para que el viejo cura entendiera lo que le fue relatando con la esperanza de que aquél fuera uno de sus momentos receptivos. Sin embargo, solo obervó alguna que otra mirada de soslayo como queriendo reconocer quién era aquel joven que le contaba todo aquello. Cuando, perdida toda esperanza, Andrés se disponía a abandonar el jardín, oyó que el hombre mascullaba: “Pobre María, que Dios la tenga en su seno. Yo no sabía nada. Lo supe después. Que Dios me perdone”. Inútiles fueron los esfuerzos de Andrés para que el padre Ángel volviera a conectar con la realidad. Por mucho que lo intentó, su mente se instaló nuevamente en el limbo.
¡El padre Ángel lo sabía! María fue una víctima inocente y que él lo supo cuando ya era demasiado tarde. La historia daba un giro y la teoría de Andrés viraba hacia otro rumbo: María era una curandera pero, creyéndola bruja, alguien acabó con ella. El cura, tomándola también por bruja, la hizo enterrar fuera de sagrado. Pero ¿cómo y cuándo lo supo? La única respuesta era que el asesino hubiera confesado su pecado al sacerdote, y éste, obligado por el secreto de confesión, guardara silencio. Pero ¿qué papel jugó el cabo en toda esta historia?. Interrogaría al cura, esperando que la lucidez regresara a su mente. El celador le llamaría cuando tuviera indicios de ello.
Entretanto, Andrés contactó con un amigo periodista de investigación para que le consiguiera información sobre Morales. En menos de 48 horas, recibía un correo facilitándole los siguientes datos: Morales, casado con Luisa Rodríguez Ruiz y sin hijos, recibió, en agosto de 1984, una transferencia de diez millones de pesetas; el remitente fue un tal Feliciano Rodríguez Ruiz; la casa donde ahora vivía Morales la mandó construir a principios del 2005; Feliciano, casado y padre de cinco hijos, abandonó el pueblo, con toda su familia, en 1985, instalándose en Barbastro; el matrimonio falleció años después en un accidente de automóvil cuando volvían de pasar unos dias en Ainsa.
Así que en aquel fatídico verano de 1984, el cabo Morales recibió una importante suma de dinero de un hombre que, por sus apellidos, era sin duda su cuñado quien, al cabo de un año, se marchó del pueblo con toda su familia.
Andrés iba desarrollando su historia en base a esas informaciones, pero todavía no acababan de encajar todas las piezas. No sabía con qué excusa volvería a visitar a Morales y el celador no llamaba. Hasta que llamó. La alegría inicial de Andrés se tornó en pesar cuando el hombre le comunicó que el padre Ángel había fallecido. Se acababa de esfumar una oportunidad única para esclarecer hechos fundamentales. Antes de colgar, sin embargo, el celador añadió: “Pero ha dejado una nota para usted”.
Aquella carta era una confesión hecha en un momento de lucidez y arrepentimiento. Sintiéndose morir, el viejo cura debió pensar que, como ya nada le ligaba al secreto de confesión, qué mejor acto de contrición que revelarlo todo a aquel joven que parecía necesitado de conocer la verdad. ¿Sería algún pariente de María?
Con la confesión del sacerdote escrita de su puño y letra, ahora sí que Andrés tenía motivos para hacer una nueva visita a Morales y esperaba que esta prueba y la confesión que de él pudiera obtener, aunque fuera a base de chantaje, podría dar por zanjada la verdadera historia de María.
Cuando Morales acabó de leer la confesión del padre Ángel, no tuvo más remedio que contar su versión de los hechos. Ya no era el mismo hombre iracundo de días atrás. El remordimiento le había corroído las entrañas. La necesidad de desahogarse, la confesión de su respetado padre Ángel y la promesa de Andrés de no denunciarle por encubrimiento y aceptación de soborno que, aun habiendo prescrito, le acarrearían descrédito y humillación, hicieron que Morales relatara lo que tanto tiempo llevaba callando. Tras devolver a Andrés aquella carta manuscrita, emitió un profundo suspiro de resignación y, con la mirada extraviada hacia un punto en el pasado, inició una larga exposición de lo ocurrido aquel verano.
Feliciano, el hermano de su mujer, hombre de mal carácter y fuertes convicciones religiosas, halló, por azar, un frasco que levantó sus peores sospechas. Intuyendo que su mujer visitaba a la curandera, quiso saber qué era aquella pócima. Ante el silencio de su esposa, Feliciano, fuera de sí, le obligó a confesar que María le había preparado un bebedizo para evitar quedarse embarazada. ¡Al fin y al cabo ya tenemos cinco hijos! -le dijo la mujer, entre lágrimas.
La visita de Feliciano a la vieja María empezó con furiosos reproches sobre sus prácticas contrarias a la Ley de Dios, para terminar, vista la desvergüenza y burlas de aquella hereje, con serias amenazas de denunciarla como lo que era: una bruja.
Aquella noche, una terrible tormenta arrasó cultivos y derribó árboles frutales, siendo Feliciano el más perjudicado. Según él, aquello no podía ser más que la maldición de esa bruja como venganza a sus insultos y amenazas de la tarde anterior.
Compartidas sus sospechas con Morales, éste le previno de que fuera con cuidado pues si aquella mujer tenía, en verdad, poderes malignos, la cosa podría ir a peor. No obstante, para salir de dudas, le propuso que hiciera una prueba para desenmascararla. De corroborar su condición de bruja, pondría el caso en manos del cura y que fuera éste quien decidiera qué hacer. La prueba consistía en poner una ramita de romero en la puerta de la vivienda de María. Si se agitaba al aproximarse la sospechosa, ello significaría que se trataba de una verdadera bruja. Aquella noche, Así pues, Feliciano puso el experimento en práctica y esperó, oculto, el resultado.
―Cuando me lo refirió, ninguno de los dos tuvimos en cuenta que el viento que seguía azotando el pueblo esa noche podía haber sido el causante de que aquella ramita se agitara tan violentamente como lo hizo cuando la mujer fue a abrir la puerta. Ahora puede parecer una obviedad pero entonces, ofuscados como estábams, no se nos ocurrió –admitió Morales-. Luego todo fue tan rápido… No pensé que Feliciano pudiera hacer lo que hizo. Me lo contó a la noche siguiente, cuando se presentó en casa muy agitado.
Feliciano, guiado por su deseo de venganza, la siguió, a la mañana siguiente, hasta el bosque y le propinó tres golpes en la cabeza, pues, según contaban, a una bruja no se le puede dar un número par de golpes, pues el primero la hiere pero el siguiente la sana[4].
―Cuando nos lo contó, yo no sabía qué hacer y mi mujer no paraba de llorar rogándome que no le denunciara. Quise contárselo al cura pero al final decidí callar, dejando que pareciera un accidente. Cuando vi que el padre Ángel daba por sentado que aquella muerte había sido un castigo divino, dejé que la gente lo creyera así.
“Fue algo más tarde cuando mi cuñado vino a verme de nuevo y me dijo que no había podido soportar más los remordimientos y que lo había contado todo en confesión. Unas semanas después el padre Ángel se presentó en el cuartel diciéndome que no podía revelar al pecador pero que había tenido conocimiento de que la muerte de María no había sido accidental y que, como autoridad, debía investigar el caso. Sabiendo que el asesino era mi cuñado, ¿cómo podía pedirme aquello? Debió pensar que yo lo desconocía y que, de hallar al culpable, me vería obligado a detenerlo, fuese quien fuese, y él quedaría en paz sin haber tenido que romper el secreto de confesión.
Según siguió refiriéndole Morales, cuando fue a ver a su cuñado para contarle lo que le había pedido el cura, aquél le suplicó que no lo hiciera, que no le descubriera, por su mujer y sus hijos. Viendo la duda de Morales, acabó por ofrecerle una considerable suma de dinero a cambio de su pasividad. ¿De qué serviría contar la verdad?, pensó Morales. Solo para arruinar a una familia, de la él también formaba parte. Luisa, su mujer, acabó por convencerle; siempre habían pensado en una jubilación placentera y vivir sin problemas económicos. Al fin y al cabo, ya no se podía hacer nada por María. “Esa mujer era una bruxa; si mi hermano no la hubiera matado, lo habría hecho otro tarde o temprano,” le dijo, para persuadirle.
―Así fue cómo sucedió todo –le dijo Morales, irguiéndose por primera vez desde que empezó su relato-. De vivir mi mujer, no se lo hubiera contado pues también tuvo parte de culpa por lo que hice. Ahora solo le pido que no se lo revele a nadie.
―Pero yo he venido precisamente a escribir esta historia –le replicó Andrés.
―¿No creía usted en todas esas cosas supercherías? Pues escriba lo que pensaba escribir: la historia de una bruja que acabó sus días en manos de los aldeanos de un pueblo a los que tenía atemorizados, mire usted si es fácil -le dijo con cara de súplica.
―Lo pensaré, algo se me ocurrirá –fue lo que Andrés contestó antes de despedirse dejando al hombre en la oscuridad que había llegado con el fin de la historia.
Habían transcurrido tres meses desde que llegara hambriento de información y ahora se iba con sed de justicia. Andrés no denunciaría a Morales, allá él con su conciencia. Además, de poco serviría. Escribiría todo tal como sucedió pero utilizando nombres falsos aunque dentro de la zona pirenaica del Sobrarbe. Eso era irrenunciable. Pero se le planteaba una disyuntiva. Tenía la novela esbozada en base a la brujería y la historia de una bruxa en los años ochenta tendría más gancho que la realidad. El ocultismo y lo esotérico vendía mucho, podía llegar a ser un best seller.
Al cabo de un año, “La historia de una bruja del Siglo XX”, se publicaba con un gran éxito de ventas y un gran revuelo. Tras su lanzamiento, en un artículo del Heraldo de Aragón, un tal José Antonio Díez, un periodista de investigación, decía haber reclamado la reapertura de un caso de asesinato de una mujer, María Moreno Salazar, acontecido en agosto de 1984 en la localidad oscense de Bielsa. El artículo concluía que “debido al fallecimiento del asesino, la falta de de pruebas concluyentes y la prescripción del delito, las autoridades no parecían dispuestas a llevar a cabo ninguna diligencia pero que, no obstante, era de justicia limpiar la memoria de una inocente y…”
Cuando Andrés leyó el artículo no pudo más que torcer el gesto en señal de contrariedad. Ya que él no había sido capaz de hacerlo, otro intentaba que se le hiciera justicia a María y éste no era otro que aquel viejo amigo que le ayudó a reunir pruebas.
Hoy, de vuelta a Bielsa, Andrés ha visitado la tumba de aquella mujer inocente de brujería pero culpable de intentar sanar con medicinas ancestrales. Donde hasta hacía poco había una burda lápida en el suelo, hoy no hay más que tierra removida. Dentro del recinto del cementerio hay ahora un pequeño panteón que alguien ha mandado construir y en cuyo interior una lápida de mármol lleva grabado el siguiente epitafio:
María Moreno Salazar
L’Ainsa, 28-04-1904 – Bielsa, 10-08-1984
Una larga y solitaria vida que se apagó por culpa de la ignorancia ajena
Pero al final se hizo la luz
Descansa en paz
[1] Chema Gutiérrez Lera. Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón. Ed. Prames, S.A. 1999.
[2] Conocidas también como ceraunias, es el nombre que se les da a ciertas piedras con forma puntiaguda consideradas por diversas culturas como objetos de origen celeste y con propiedades mágicas, recibiendo este nombre por la creencia de que eran producidas por los rayos al caer a la tierra.
[3][3] Puerto, José Luis. Signos protectores en las puertas del Pirineo Aragonés. Revista de Folklore. Fundación Joaquín Díaz. Nº 120, Año 1990, pp. 189-194.
[4] Chema Gutiérrez Lera. Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón. Temas aragoneses. Ed. Prames, S.A. 1999, pp. 42-43.
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